Todo comenzó hace casi siete años. Me internaron allí. En el manicomio.
Los días eran todos iguales: la misma habitación, con las mismas paredes grises, la
misma silla y la misma cama en la que me levantaba todas las mañanas. Ambas
demasiado incómodas como para poder descansar y la misma ventana con rejas que no
dejaba ver más allá del patio.
Un día, al cumplir dos años de mi estancia allí decidieron quitarme la medicación para
ver que tal me iba. Por primera vez en dos años dejé de sentirme como un zombi.
Entraron en tropel sentimientos olvidados y recuerdos de tiempos mejores. Con todos
ellos me sentía viva de nuevo. Pero había un pequeño problema por el que habría que
fingir un poquito. Con ellos habían vuelto esas ganas irrefrenables que hicieron que me
internaran allí. Esas ganas que habían hecho que matara. Yo no las quería allí, pero si
quería salir tendría que frenarlas como fuera.
Volver a mi vida de antes. Qué bien sonaba eso. Casi podía tocar esa realidad. Así que
eso hice, las interminables charlas con los psiquiatras para ver si estaba lo
suficientemente rehabilitada. Entonces descubrí que se me daba bien actuar.
Al cabo de 2 meses de haberme quitado la medicación conseguí salir y regresar a mi
antiguo hogar.
Me incorporé a las clases y sorprendentemente casi al instante hice amigos porque la
verdad es que yo no era una chica muy habladora y, aunque prefería la soledad decidí
que había llegado el momento de dejar todo mi pasado atrás. Me sentía una persona
nueva y hasta casi desaparecieron “esas ganas”.
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